viernes, 16 de septiembre de 2011

NOSOTROS

Aquella noche hablaba nuevamente de un regreso. Ese regreso dulce que me hablaba entre sueños de él, y ese cordón que nos unía con el doloroso lazo de la complicidad. De mi confianza rota, y no volver a tener fe, se podría hablar y dar cátedra una y otra vez de mis errores y las consecuencias de mis estupideces… Pero bueno, las estupideces fueron compartidas, hasta que llegué a darme cuenta lo estúpidos que éramos todos.

Él juraba que me amaría hasta el cansancio y sujetaría mis cabellos como lo hacía con los cielos que acobijaban mi dormir. Pero solo eran falacias, al menos para mí, yo ya no creía en sus palabras, y el frio de septiembre empezaba a ser un karma que a veces, acompañado de lluvia y otras de granizo, me gritaban nuevamente me alejara de él.

No sé si fuera su cobardía o la vergüenza de sentirse viejo, lo que me apenaba a estar cerca. Quería un hombre fuerte, no de músculos ni hormonas, quería un hombre fuerte de ideales, con la valentía suficiente para contar los hechos tal y como ocurrían, pero especialmente, que no permitiera que ella me llamara a atormentarme la vida.

Para el mes anterior a estos acontecimientos, la vida era diferente. Yo sonreía y creía en su amor eterno, haría lo que fuera para que se enamorara de mí, y le coqueteaba con tanto encanto, que a veces sentía que le entregaba mi alma derramada. Podría convertirme en poema o canción para él, con tal de estar cerca de sus manos, que las sentía tan suaves como las nubes.

Ahora todo era diferente, y el peso de sus palabras no pronunciadas y las mentiras camufladas en un ‘estoy tranquilo’ comenzaban a ser como lastras de concreto que cargaba sobre mis hombros y sobre mis sonrisas. Y allí comencé yo, con mi historia de lamentos, y tristezas, incredibilidades, labios apagados, y profundas pero más que vacías desesperanzas.

¡Ya no hay mañana! Ya no hay nada para mí, ni sol que me caliente, ni luz que me alumbre. Parecía que el lúgubre de los días se apoderaba hasta del tiempo. Entonces comencé a utilizar abrigos largos que cubrieran mi figura que se hacía más lánguida, y mis sonrisas que se hacían más falsas.

Pero aquello no eran más que superficialidades. Las noches venían siempre con sus fantasmas, y, entre sombras y espantos, el espasmo de la oscuridad se apoderaba de mi cuello, que a veces me ahorcaba y otras veces me dejaba sin alientos para comenzar.

Así, me fui yendo muy despacio, despacito y a paso lento, los sueños que se quebraban con el alma rota, el deseo de un ayer que se escapaba como el agua, o las desilusiones que se esparramaban como gas inflamable, pues mi corazón aún hablaba de él. Aún ansiaba que la soledad de mis días fuera impregnada con un poco de lo que se había llevado. Con un poco de canela, y su guitarra triste, su voz mal entonada, o sus ideas de la filosofía del siglo XX.

Sabía que ese sentimiento no se borraría de la noche a la mañana, y menos teniéndolo cerca todas las mañanas. Pues me había mentido, y para mí, ya no había cabida para más errores. Porque además de todo ser un absoluto desastre, yo seguía viva, y no quedaba más alternativa que hacer lo mejor posible con todo el fiasco que se había generado en torno a nosotros. Tal vez, el nosotros que nunca fuimos o que nunca seremos.

No hay más ‘nosotros’, solo queda el recuerdo que alimenta la memoria de lo que ahora existe en estadios separados y se desentrañan como si no hubiese más existencia misma que la angustia y la melancolía de eso que nunca más volveríamos a ser.

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