Todo comenzó esa tarde en que Miranda descubrió aquel hermoso paisaje… Era una tarde fría, de clima agradable, y algo refrigerante en que a la cima de un árbol, ella, observó… Allí estaba el bellísimo pueblo costero de Scheveningen, con sus vientos frescos y de penetrante olor a pescado… El faro rojo que conducía su camino recto hacia la playa, la miraba como una incógnita sin resolver…
Y aquel mismo día en que habría logrado su descubrimiento; en la noche, decidió subir la cima. Con sigiloso aliento, trepó una a una las escalas de hierro, mientras las puntitas de sus pies buscaban curiosas el eterno final de la entrañable torre. La llegada a la meta, era un premio que cobraría con su astucia, su magnánima inteligencia, picardía y agilidad propia de una mujer como Miranda… Astucia que había ganado, cuando se le ocurrió escudriñar los misterios de aquel lugar…
Una vez allí, en la cumbre, comenzó a observar la ciudad, en su barullo, calma y regocijo. Las ventanitas apagadas, y la quietud del mar le abrazaban con deslumbrante confianza… Podría ser la espectadora, la supervisora del destino de los menos pensados; de aquellos que continuaban sus vidas como si no tuvieran más que el ojo del Señor celestial, Él y solo Él, quien patrullaba sosegado la vida de los más mortales…
Pero en aquella noche habría una ventanita, en la distancia, con la luz encendida... El pequeño reflejo de luz tenue, dejaba entrever la figura de una mujer delgada y de corta edad que bailaba en su cuarto con tan solo una fina y delicada prenda de encajes rosas…¿Qué hará danzando de esa forma? –Se preguntaba Miranda–, pues hasta aquel instante habría perdido la simple curiosidad de saciar sus ojos con el solo imaginario de las escenas que se desarrollaban a su alrededor. De esta forma, a la noche siguiente, asistió decidida a su encuentro con la usurpación de las miradas que se escapan a los ojos de la tierra, pero no a la visión de águila de un faro en el puerto.
Y así prosiguió cada noche, equipándose entre sombras y herramientas, unas veces binóculos y otras un telescopio, para captar con precisión los movimientos de la ingenua muchacha. Unos días, los de luna llena, observaba como la chiquilla se acicalaba y dibujaba con pintalabios rosa su boca, mientras esparcía aceite fino en su delicada piel… Otras, simplemente examinaba por largas y extensas horas como devoraba todos y cada uno de los libros de Charles Dickens.
¿Qué leerá esta noche, por si acaso? La casa desolada, Un cuento de navidad, o tal vez La pequeña Dorrit? –Titubeaba Miranda–. Aquel día, no habría importado el libro que eligiera, pues se había quedado enclaustrada en su expresión vagabunda, esa que observaba y le llenaba de regocijo y placer. ¿En qué párrafo anduviera? ¿Acaso lee sobre una merecida muerte? Se preguntaba Miranda, mientras acechaba más y más sumida en su propia abstracción.
La figura desconsolada que se reflejaba en la muchacha se hacía indescriptiblemente angustiosa, estrepitosamente más lúgubre, inexplicablemente sombría, fúnebre y devastadora… Pero Miranda se había quedado atrapada en la mirada, y la petrificación de sus emociones habría trazado lado a lado su corazón como si una flecha unida por un lazo la llevara hasta los confines de la desconocida.
Tal vez sería su ambición por extraer sus emociones y tal vez desmenuzar uno a uno sus pensamientos, pues se había convertido en esclava de la observación, de la perversidad de su mirada no descubierta, de vigilar mientras la castigaba, por no ser ella quien no la perdía de vista, sino encarcelarse a hurgar como delincuente, vagabunda de las emociones ajenas, de la intimidad de otra, intimidad que habría perdido en el momento en que se dio cuenta que era ella misma a quien observaba, pues el fantasma de su propio cuerpo había ido a buscarla en aquel faro desolado y triste donde solo habitan las almas pusilánimes, aquellas almas que solo pertenecían al baúl de los muertos…
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