Aquella mañana llegaron frescas, abrazadas, envueltas en un
paquete precioso. Seguían cerradas, no conocían la luz del sol. La princesa,
que ansiaba tenerlas cerca; las colocó en aquel hermoso florero persa.
Lentamente se abrían, frondosas, maravilladas por el alba y la crisálida de los
días. Unas gotas de sol y unos cuantos rayos de lluvia adornaban su follaje,
tan dulce y delicado.
Y la sonrisa de la princesa alumbraba con luz y larga vida
tan hermosa creación. Ellas, cálidas y vanidosas crecían, derrochaban
esplendor.
Más un día la oscuridad llegaría al reino… La princesa
sollozante y triste, remordía los días y las horas en lágrimas hecho mares. Lo
sigiloso de los segundos empeoraba con el color de las nubes, que se hacían
grises… más grises.
Pero Ellas, percatadas y leales, deshojaron sus pétalos... Y sus pistilos cayeron al vacío. Sus vidas, que se hacían efímeras con el paso de
los segundos, se desplomaban abatidas, desprendiendo su existencia al tropiezo
de las lágrimas.
Esa misma noche el sirviente le diría:
- Princesa. Su calvario es un suplicio. Su
angustia ha creado tanto desconsuelo, que hasta las flores ha hecho perecer.
La princesa, pausada, y con ojos de esperanza respondió:
- Ellas no deshojan de la tristeza… Ellas enardecen de
lo fecundas…
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