jueves, 13 de enero de 2011

LA HUESUDA

La huesuda hedía.  Era alargada, y andrajosa. Provocaba una física repulsión humana que nadie hubiera querido otorgarle este título.  Su aspecto sobrenatural apenas era soportable por la presencia física de persona alguna.

La huesuda olía a huevos rancios y cabezas de pescado.  Su lánguida figura tallaba sus pieles en contorno de sus delgados y sobresalientes huesos.  Desde la distancia se le apreciaba su estómago casi endémico y parasitante.

La huesuda tenía 43 años, pero su rostro reflejaba al menos unos 60.  Tan insignificante, su asco ni siquiera le servía para ganar un poco de distancia de los transeúntes.  Muchas veces era golpeada por desconocidos pasajeros, y otros vándalos de las calles de la ciudad que recorría y se topaban con ella como una andrajosa que a sacol oliera.

Elvira, se vestía de ropas viejas color gris que llevaba consigo en un pequeño bolsito que se colgaba al hombro.  Pero su insoportable olor a peste, nunca pasaba desapercibido, y a veces era normal que recibiera pedradas que parecieran venir del cielo.

Sangrante y tambaleante odió su vida y su existencia, que era todo cuanto tenía, y todo cuanto quería perder.  A veces dormía en los ríos, tratando de pescar alguna virosis; pero era tan repugnante y despreciable que ni siquiera parásitos tan insignificantes le habrían provocado algún malestar, pues era inmune a cualquier intento de mortandad, parece que se trataba de la muerte misma, la encarnación de todo desperdicio físico y toda repugnancia viviente.
Conoció el dolor, en su sangre y en su vientre.  Su familia, descendiente del desalojo había arrastrado el dolor de la guerra y la religión; y fue toda la basura de la que se alimentó mientras conservaba la vida.

La huesuda sonreía, en ocasiones pelaba una mueca que creía ser el retrato de su libertad, de su alegría.  Pero antes de ser confundida con una sonrisa, más bien parecía un rostro endémico de sufrimiento, los mocos le chorreaban de las fosas nasales y las lágrimas caían a borbotones.

Y así era Elvira, en su mundo de farsa, se alimentaba de las sobras de la carnicería, porque creía ni siquiera merecer un bocado de pan recién horneado.  Y por ello, hedía en los puentes, en las calles y en las alcantarillas.  Asqueaba en su cuerpo y su alma, su inhóspita e inútil vida era eterna, los días eran eternos, las horas parecían siglos y los días de primavera pareciera que nunca fueran a terminar.  Infértil y desértica amaba el dolor, el halo del frio en la garganta, y el congelamiento de sus manos a la caía de la nieve.

Erraba en los puertos, y en los desiertos. Aunque en el fondo prefería ir debajo de la ciudad, en down town, donde se mezclaba con otras basuras de su especie.  Allí descubrió la esencia de su existencia. La mayor decadencia humana, el olor de la heroína fundida, la gasolina regada, el semen de borracho sobre alguna acera que derramaba una puta de cantina.  Allí se saciaría de lo que era la de vida, todo cuanto sabía y cuanto conocía.  Todo cuanto su imaginación pudiera alcanzar.

Condenada a escapar, erró por las ciudades costeras y las del interior, cual hiena hambrienta bebió el agua que se recogía en las calles después de la lluvia y lamió el piso de bares para conocer el sabor de la cerveza.

La huesuda apenas modulaba palabra, no tenía necesidad de hablar, su cuerpo era su medio de comunicación, de dolor y desecho.  Sus cuerdas vocales a veces emitían un sonido, muy parecido a un chillido, acompañado de sus repulsivos gestos, que en vez de miedo, despertaban lástima.

Y así un día, cansada de su rutinaria existencia bífida y vacía, caviló ponerle fin de una vez por todas a su cuerpo.  Ya que su alma, de poco sentido carecía, y su repugnancia alcanzaba a molestarle a ella misma.  Así que, fatigada de haberlo visto todo, de haberse saciado de mundo, de humanidad y de sí misma, planeó todo para cortar el delgado hilo que la conectaba con la vida, ya que realmente había pasado todo ese tiempo como un muerto viviente.

Primero intentó  saltar de un quinto piso, pero calló sobre su pierna derecha y el romper de sus huesos le dejó como secuela un caminado arrastrado y torcido de medio lado.  Así vagó durante unos cuantos años hasta dejar de sentir dolor y solo apreciar un pequeño crujido cuando se desplazaba.

Cansada de pensar; a las orillas de una prestigiosa ciudad costera, hundió su cuerpo en el agua del canal que separaba dos fronteras, y al nadar descontroladamente, topóse su cuerpo con las aspas de un gran barco que le asfixiaron hasta dejarla sin vida; para desgracia de la tripulación que estaba en un crucero vacacional, sintieron un fuerte golpe contra la cubierta; y entre moretones y sangrado, vieron salir el cuerpo flotante de un morsa bebé muerta. El viaje continuó con su destino sin percance alguno que fastidiara la instancia de los viajeros. Y la morsa flotó y se degradó con el paso de los días, en las contaminadas aguas del mar que la contuvo.

Así la huesuda continuó errando muerta en muerte por los desiertos, en la nada, donde siempre había pertenecido.

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