domingo, 24 de julio de 2011

AL FIN... SIBILA

Un amante se escapa. Ella lo lanza por el abismo del castillo Montreal, su guarida de amor. Después de amarlo, que no fue tan mágico, al menos como lo habría imaginado, le regala una rosa blanca que lanza al despeñadero en honor a su cobarde muerte. Sus ojos negros todavía la miran en las noches, pero Ella, despreocupada y vacía, mira hacia el frente, pues no vale la pena detenerse en un episodio fatídico, tan lúgubre y falto de magia.

Sibila enamorada, camina por los corredores del castillo buscando una señal, una pista que le indique la senda correcta de aquel enmarañado laberinto. Los pasillos la llevan a la Aldea Verde y le recuerdan el momento, el lugar, y el aire que respira. Es el mismo que se respiraba en el siglo XVIII, y el mismo que respirará cuando el hálito último de la creación sea extirpada.

Pero la valerosa princesa no se da por vencida. Ella es fuerte, valiente; llena de inocencia y de vida. Está desbordada de amor, de ilusiones, de sueños y mentiras que aún quiere creer. Sibila camina con los pies desnudos por las calles de la ciudad furiosa que la acoge con sublime malicia, pues quiere extasiarla, pulirla, bajarla del cielo al que a veces sube, y mostrarle que aquí abajo en la tierra, también puede ser un ángel, aún cuando las grises tormentas quieren arrasarla.

-       No quiero amar más, estoy agotada! -exhaló con rabia-.

Una vieja con el ojo tuerto la mira por la ventana, la imagen traslúcida y ficticia entre polvo y telarañas, le refleja la imagen de una muchachita de 12 años que llora, tiene rabia, que no es más que una vulgar tristeza, de las que se reflejan en este pozo al que hemos caído, en que vivimos y morimos, amamos y reproducimos la réplica de nuestras almas y de nuestra existencia que se extingue con la llegada de cada noche.

La vieja sonríe y se burla mientras acaricia su gato. El felino la observa con esos, sus profundos ojos amarillos, luminosos como el sol, perversos y calculadores. Sibila contempla y se hunde en aquella mirada que pareciera que le hablara. Su mirada, honda como el mar, incomprensible, desconcertante y misteriosa, la engulle en un solo chasquido. La mirada en forma de interrogante, pareciera que le cantara al oído…

-       Princesa… Princesa…. -nuevamente- princesa…

Aquellos ojos profundos la devoraban… Que decían? Qué pensaban? Qué escondían? Ella, quería saberlo, Ella y solo Ella recibía el mensaje que buscaba… Llegó muy pronto -pensó-, los misterios del Universo se presentan inesperados, confusos y sorpresivos… Así que Ella, la Sibila de los cuentos angelicales y los demonios color rojo, caminó, regresó, y recordó aquellos ojos color amarillo que la veían con ternura y un poco de miedo. Pareciera que se mirase a sí misma, en el reflejo de sus deseos perdidos, sus decepciones fugaces, sus mentiras de colores… Ella se miraba en aquel indefenso felino que maullaba, su dolor…

Entonces, Sibila acostada en su cama, comienza su viaje. Bebía y engullía aquel líquido fétido, mientras recordaba el pasado, en que lanzaba sus amantes hacia el vacío, y los veía exhalar las últimas agonías y desesperanzas… La princesa se retorcía, mientras cantaba desconsolada la fugaz existencia de su vida pasajera, llena de curiosidades y preguntas sin respuesta...

Sus ojos se perdían con las pulsaciones del corazón, que se marchitaban como las flores en otoño. El rojo de sus labios se desdibujaba con un triste y vagabundo pálido que le coloreaba el rostro… Las manos temblorosas se detenían al son de la gaita celta… Expedía su último aliento, mientras sentía como su cuerpo levitaba en el no tiempo. Aquella noche triste, Sibila moría… Tal vez retornar a la muerte sería el regreso a una nueva vida…

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