El olor amoniaco de su cuerpo se hacía cada vez más fuerte.
Era el olor del pecado que aún rondaba por sus venas. ¿Pecado? Culpa quizás… Si
se puede llamar culpa sentir deseo por una persona. Porque aquello era lo que
le ligaba a su olor.
Él no quería destruir su vida, lo único que podía destruirla
era perderla y no poder recuperarla por sus errores. ¿Entonces por qué los
cometía? O al menos, ¿Por qué conmigo?
Pareciera que el deseo fuese más fuerte que las ganas de
conservar una vida construida, o más bien, la necesidad de romper el aburrimiento
de lo estable y tranquilo. Aquí fue cuando la historia dejó de ser sobre él, y comenzó a ser mía…